lunes, 4 de mayo de 2015

VIDA DE HOSPITAL


Hay una vida que transcurre paralela a la otra, la de las prisas, la de los lamentos, la de las necedades, la de la calle contaminada o con olor a tierra limpia después de la lluvia. Es la vida de hospital. 
No es que la vida de hospital no pueda encerrar todas esas cosas: aquí o se agrandan o desaparecen por completo. 
El tiempo se dilata y se contrae según cada viajero y según los quehaceres. Las rutinas van tan deprisa que a veces parece que se solapan: medicación aseo medicación limpieza medicación levantarse  desayuno medicación aseo medicación comida medicación merienda medicación paseo... El ritmo viene impuesto independientemente de cada circunstancia individual. Y se suele seguir con humilde obediencia para evitar un "aquí no trabajamos a la carta". 
Este suele ser el tiempo de los turnos de trabajo. Del trabajo del personal sanitario en una buena parte. 
El trabajo de los que más fatigan, el de los enfermos, que se intentan ganar con el sudor de su frente su restablecimiento, transcurre de forma esquizofrénica: se debate entre ese traqueteo de rutinas a veces difíciles de asumir y la lentitud, la parsimonia con que cada día el sol se levanta y se acuesta.
Para los que trabajan duro de verdad en los hospitales, para los bien llamados pacientes, el buen día no depende del clima, de la crisis, del tráfico, de los escándalos de cualquier índole, de los negocios o de la liga de fútbol. (De)pende de gestos, de palabras, de miradas, de caricias, de humanidad.
En el mejor de los casos, hallan todo ello en los seres queridos. 
Pero cuando se trabaja duro contra la adversidad y se hace obedeciendo normas a veces sin sentido, impuestas por inercia y por autómatas, se espera encontrar al menos un mínimo de compasión, un ápice de empatía. 
Cuando la suerte es adversa y se cruza en el camino de la convalecencia el que pita en el semáforo, el que joroba al vecino y se lamenta cada santo día de su maldita suerte por tener que trabajar, entonces ese día la esperanza se extingue, y probablemente se extingan las ganas de vivir del pobre desgraciado al que esto es lo único que le faltaba para terminar de deprimir su maltrecho sistema inmunológico. 
Si la fortuna está de cara, entonces a ese ángel, que simplemente cumple con su trabajo, que debería ser casi una misión en la vida, a ese ángel que habla  con agrado, que resuelve dudas y disuelve miedos, que sonríe aunque en su casa tenga un panorama desolador, que se esmera por conseguir la cura de cada paciente y lo hace con devoción y amabilidad, a ese ángel estás dispuesto a entregarle tu mayor tesoro: tu corazón para siempre.

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